lunes, 19 de diciembre de 2016

cuando la corrupción toma otros nombres:

Franklin Arias

El CORRUPTO necesariamente no tiene que ser un Empleado Publico, cualquier ciudadano que actue con deslealtad contra sus conciudadanos lo es. 
Cuando finaliza 2016, el año más cruento (hasta ahora) de la guerra económica contra Venezuela, puede servir de algo reflexionar sobre dos de sus aspectos más sucios y desleales: la asimetría moral del conflicto y la exitosa estrategia de corromper a amplios sectores del pueblo.
Sobre el primer aspecto, cada día se comprueba más que las fuerzas de la contrarrevolución atacan con la confianza del que se sabe superior por ser moralmente inferior. Es decir, el que no se siente obligado a respetar ninguna ley ni a tomar en consideración ningún precepto ético o moral, tiene una gran ventaja sobre el adversario.
Las personas que dirigen la ofensiva contra el país no tienen ninguna responsabilidad colectiva; están dispuestas a causar todo tipo de daños a la población en general, si eso ayuda a la conquista de su objetivo; solo están pensando en sus propios intereses. El liderazgo revolucionario, en cambio, debe decidir sus acciones considerando siempre los efectos sobre la mayoría del pueblo o sobre minorías especialmente vulnerables.

Corromper a todos para triunfar
Otro de los aspectos sucios de la guerra económica que se han acentuado en 2016 es la capacidad de sus promotores para corromper a los más débiles y así poner a su servicio a grandes masas de desesperados, dispuestos a cualquier cosa y, en particular, a traicionar a su propia clase social, o sea, a traicionarse a sí mismos.
Todas las estrategias “exitosas” de la contrarrevolución se basan en la perversión de un sector del pueblo. Tales son los casos de los bachaqueros, de los raspacupos, de los cambiadores de billetes de 100, de los revendedores de artefactos de Mi Casa Bien Equipada o de taxis Chery, de los negociantes de apartamentos de la Gran Misión Vivienda Venezuela… Siempre se trata de lo mismo: sacar provecho personal de un programa social concebido para lograr una distribución más justa de la riqueza nacional. 

Todas esas son expresiones de un pueblo maleado, sobornado con las migajas de los jugosos negocios de sus propios enemigos.
La estrategia de demoler las iniciativas de la Revolución se tornan doblemente perversas porque, en primer lugar, convierten en negocio capitalista salvaje lo que nace como un propósito socialista. 
Y, en segundo lugar, al hacer eso, vampirizan moralmente a los beneficiarios de tales políticas públicas que se prestan para ello. Cuando una persona cualquiera se hace parte de estos delitos, se anula a sí misma como integrante de un pueblo capaz de reclamar sus derechos legítimos. 

Es una manera de que todos, incluso los que no son funcionarios públicos corruptos ni empresarios tramposos, sean igualmente corruptos y tramposos y, por lo tanto, inhábiles para protestar por la corrupción y la trampa. Es la misma política de todas las mafias.
Lo más preocupante de esto es que el virus penetra cada vez más en las profundidades del tejido social. Un ejemplo son los jóvenes que habían sido captados o recuperados por el sistema educativo revolucionario, y últimamente han abandonado sus estudios para dedicarse a “negocios familiares” (bachaqueo, pues). Otro ejemplo son las personas de clase media que, atormentadas por el deslave de su nivel de vida, se han dedicado a participar en el festín de las actividades legal y moralmente indebidas.
En este año terrible de la guerra económica, todos hemos tenido oportunidad de observar ese avance sostenido de la perversión en nuestros entornos (algunos, incluso, en sus propios espejos). 
A veces, progresa con escandalosa arrogancia; otras veces, lo hace en forma sigilosa y taimada, pero las fuerzas antivenezolanas no han dejado de ganar terreno. Entenderlo es una actitud prudente, pues reconocer los avances del enemigo es fundamental en cualquier conflicto.

TOMADO DE:  https://www.facebook.com/franklin.arias.
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